sábado, 15 de septiembre de 2007

búscate la vida


No sabía su nombre. Sólo sabía que era una sureña de ojos azules, que cada noche se veía con Mafalda y que en el trabajo enredaba todo el día. Me acerqué sigilosamente al banco de madera donde estaba sentada. Buscaba lo que todos querían y se lo estaba pidiendo el primero. Me situé en frente de ella y enfoqué entre mis bigotes el sándwich de queso que estaba desayunando.

No te voy a dar bocadillo. Vete y búscate la vida! –me dijo.

Me fui espantado de la advertencia, con la cola entre las patas. ¿Búscate la vida? Eso mismo estaba haciendo, pidiendo comida a la primera turista que encontré y anticipándome al resto de la comunidad del parque. Otros gatos urgaban entre la basura, o se hacían pasar por amigos de sus amos para comer a diario. Y es que cualquiera se busca la vida. Se buscan la vida los yonquis que roban, y también los trabajadores de los astilleros que piden ayudas a la administración. No sólo merecen este homenaje los encorbatados que emprenden negocios jugándose un capital. Claro que no. No sólo ellos tienen el monopolio de buscarse la vida y no sólo ellos tienen el monopolio de exigir esta conducta. Me busco la vida pidiendo en el parque utilizando mi carita de gato amable. Otro se la puede buscar pidiendo ayudas a la Administración. ¿Era esto?
En fin, me dolió esa falta de respeto, y esta manera de enfocar la vida. Aunque se hubiera dicho de manera irónica o de manera supuestamente graciosa.
La respuesta correcta, entonces, hubiera sido:

-“Señor gato! Búscate la vida de manera honrada, sin engañar a nadie, satisfaciendo tus necesidades (y las de tu familia) de manera autónoma y socialmente aprovechable”.

Entonces seguramente yo lo hubiera entendido mejor. La primera reacción fue poco perfilada y demasiado abusiva. Tal vez me recordó pensamientos sociales en los que se priva sólo la iniciativa personal y no la cooperación o la ayuda mútua, bajo la excusa universal de que sólo algunos se buscan la vida verdaderamente.

-Lo iré pensando gato! - Me dijo la chica sentada en el banco verde de madera.

Me gustó su respuesta, salté de un salto al banco para acercarme a ella y le demostré que los gatos podemos ser cariñosos cuando nos da la gana. Tanto como cualquier perrito librepensador.

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